Luz que ya no veremos
El cierre fue el inicio de un ambicioso proyecto de reforma integral, justificado por la necesidad de adaptarse a las normativas actuales en materia de incendios y accesibilidad. Hasta aquí, todo lógico. Sin embargo, el proyecto pronto se impregnó de un objetivo más simbólico que funcional: devolver al edificio su imagen original de 1916, concebida por el ingeniero, pintor y promotor artístico Miquel Utrillo. Y esa decisión ha sido, en mi opinión, el punto de inflexión.
Yo crecí con otro Retiro: con su clásica forma de herradura del anfiteatro realizada a partir de planos rectos blancos y puros conformando formas poligonales a dos niveles; con sus palcos revestidos de barandillas de madera ornamentada con elementos volumétricos como continuación del forjado poligonal; con su colorida ilustración simulando una vidriera de colores sobre el telón que se encendía en momentos precisos —durante la publicidad previa a la película y justo al terminar, mientras sonaban los créditos— generando una sensación casi litúrgica. Aquella luz me parecía mágica.
Esto se debe a que la entidad reformó en 1970 las instalaciones de la sala para adaptarse a los nuevos tiempos. Un falso techo que cubrió las bóvedas originales permitió solucionar los problemas crónicos de reverberación acústica que sufría la sala, así como incorporar un sistema de climatización. La sala escribió otra página de su historia.
Desde hace unos meses, esa versión del Retiro está siendo desmantelada. Las barandillas de madera han sido destruidas para recrear unas supuestamente “auténticas” de celosía cerámica. El techo original, que en su día fue cubierto por problemas acústicos, ha sido recuperado… y revestido de costosos materiales fonoabsorbentes contemporáneos para solucionar el mismo problema de hace cincuenta años. Las luminarias suspendidas del techo han sido reconstruidas a imagen de las que había en 1916, pero con tecnología LED y sin la pátina del tiempo. El resultado, para muchos, es un teatro desconocido.
Mientras tanto, la reforma se ha ralentizado por falta de presupuesto y se ha lanzado una campaña de mecenazgo con el eslogan: ‘Volvamos al Retiro original’. Pero ¿realmente lo hemos conocido alguna vez? ¿Cuánta gente en Sitges recuerda la sala tal y como era en 1916? ¿Y qué ocurre con quienes crecimos con su versión de los 70, que también tiene un valor —cultural, simbólico, estético— pero que parece haberse esfumado como si nunca hubiese existido?
Este caso no es único. En los últimos años he observado con preocupación cómo se desprecian muchas arquitecturas racionalistas y funcionales del siglo XX —años 60, 70, incluso 80— en favor de una nostalgia idealizada por el ‘encanto’ de hace cien años. Se valoran los muros de piedra vista, las molduras originales, los techos altos... pero se derriban sin pestañear obras maestras del movimiento moderno. ¿Qué ocurre aquí?
Lo más curioso es que esta indiferencia hacia la arquitectura moderna no se traslada a otros campos del diseño. Las luminarias icónicas de los 50, 60 y 70 viven una segunda juventud. Se reeditan con orgullo y se venden a precios de lujo: clásicos de Artemide, Foscarini, Fase o Tramo adornan interiores contemporáneos como símbolos de gusto refinado. Incluso muebles y objetos utilitarios de la época se disputan en subastas y ferias vintage. Mientras tanto, se destruyen los espacios para los que fueron diseñadas. ¿No es una contradicción cultural fascinante?
La Casa Gomis (La Ricarda), de Antoni Bonet i Castellana, es un claro ejemplo. Una joya racionalista, coherente, radical en su delicadeza. A día de hoy, sin una protección sólida. Se celebra en publicaciones especializadas, pero peligra en la realidad.
Si algo define –o definió- la arquitectura moderna es su honesta relación con la iluminación, tanto natural como artificial. Ya hemos tratado anteriormente cómo los distintos movimientos modernos dieron con el diseño de luminarias concretas como solución a sus exigencias de iluminación.
¿Cuál habría sido, bajo mi criterio, la reforma ideal? Descubrir las bóvedas originales de 1916 del techo de la sala (debo reconocer que tienen un alto valor patrimonial), pero manteniendo intacta la forma de herradura poligonal magníficamente racionalista del anfiteatro, así como la falsa vidriera sobre el telón (único elemento de 1970 que se ha recuperado, pero que no se volverá a poner en el mismo lugar).
De este modo, se habrían respetado todas las páginas que cuentan la historia de este lugar, y todo habría conservado su autenticidad. Destruir el forjado y barandillas del anfiteatro de 1970 para reconstruir los elementos ‘de época’ - pero con materiales y tecnologías actuales- no sólo crea un nuevo teatro de cartón piedra, sino que arranca una página de su historia y hace como si nunca hubiese existido ni tenido valor.
¿Por qué valoramos como patrimonio lo ‘antiguo de 100 años’, pero despreciamos lo moderno del siglo XX? ¿Qué hay detrás de esa nostalgia selectiva?
Esa luz, la de mi infancia en el Retiro, ya no la veremos. Quizás no era tan bella como la de 1916, pero era real. Y eso también importa.
¿Qué pasará con la arquitectura de hoy cuando cumpla 50 años? ¿La consideraremos también ‘prescindible’? Quizás es momento de empezar a mirar la segunda mitad del siglo XX con los mismos ojos con los que admiramos el XIX. Porque cada época tiene su luz. Y no todas merecen apagarse.










