ANÁLISIS DE ALIMENTOS los que se espera obtener mayores ingresos económicos. Existe una seria condición de riesgo para estos vinos, ya que la contami- nación ambiental se adsorbe y concentra en materiales porosos y plásticos de uso corriente en bodega, tales como maderas de cons- trucción, muros, pisos, maderas de roble (barricas, duelas, chips), bentonita, tierras de ltración, tapones de corcho y de silicona, car- tones, ladrillos, mangueras, etc., que al estar en contacto directo o indirecto con el vino lo alteran. A veces no se trata solo de TCA, sino de 2,4,6-tribromoanisol (TBA), más propio de contaminación ambiental. ¿Es un problema exclusivamente del vino y las bodegas? A lo largo de la historia culinaria, los consumidores han visto alteradas las propiedades positivas de ciertos alimentos por la presencia de sustancias que generan mal sabor y que pueden reducir drásticamente la palatabilidad de los alimentos y bebi- das. Debido a que algunos de estos contaminantes aparecen en concentraciones muy bajas, la identificación de las sustancias responsables se ha visto muy limitada a nivel científico. Uno de los compuestos más potentes identificado hasta la fecha como responsable de mal sabor es el 2,4,6-tricloroanisol (TCA), cono- cido específicamente por la inducción del llamado defecto de ‘olor a moho’ en vinos. Pero no, con seguridad el vino no es la única víctima. Curiosamente, el TCA también se encuentra en manzanas, pasas, pollo, camaro- nes, cacahuetes, nueces, sake, té verde, cerveza y el whisky, entre otros, además de en varios productos envasados. Por ello, la indus- tria alimentaria debería prestar especial cuidado para evitar esta contaminación. Sin embargo, esto no ha sucedido por el momento, ni se toma en consideración el deterioro organoléptico que sufren los alimentos contaminados que, por lo tanto, se ven privados de sus cualidades sensoriales características. También son muchos los lugares públicos, como hoteles, restau- rantes, hospitales, almacenes de ropa y otros establecimientos de diversos negocios, que deberían plantearse si uno de los elemen- tos que pueden determinar un fracaso empresarial es ese aroma a ‘húmedo’ y a ‘serrín mojado’ que invade de forma permanente el local, y al que terminas acostumbrándote e incluso acaba ‘des- apareciendo’ cuando sufres exposiciones continuadas, pero que rompe el bienestar sensorial de quien de repente llega al estable- cimiento y nota algo extraño, sin prestar mucha atención, pero que incomoda por el recuerdo a moho. Fisiología del impacto sensorial del TCA en humanos A lo largo de la historia de la humanidad, se han propuesto numerosas clasificaciones de los diferentes olores, todas las cuales tienen algo en común: ninguna es convincente. Tal vez el intento más acertado, a pesar de su simplicidad, se lo debe- mos al filósofo Platón, quien clasificó los olores en agradables y desagradables. Si nos atenemos a esta clasificación, es evidente que el TCA es una sustancia con olor, y que este olor es desa- gradable. Así, el TCA disuelto el agua pura (incolora, insabora e inodora) es fácilmente reconocible por su olor mohoso, a partir de una determinada concentración umbral, típicamente más alta en la población en general (8-9 ng/L) que en catado- res entrenados (3-4 ng/L). De acuerdo con esto, la presencia de concentraciones elevadas (por encima del umbral) de TCA en un vino arruinará sus características organolépticas, como consecuencia de su mal olor característico. Este escenario rela- tivamente simple, según el cual el vino se echa a perder por el mal olor del TCA, podría en realidad ser mucho más complejo, tal y como ha publicado muy recientemente un grupo de inves- tigación japonés en la prestigiosa revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences of the USA. Pero para com- prender bien cuál podría ser el efecto completo del TCA sobre el vino merece la pena que empecemos haciendo un breve repaso del funcionamiento del sentido del olfato. Todo receptor sensorial debe ser considerado, desde el punto de vista sicoquímico, como un transductor de energía, es decir, son estructuras que captan un determinado estímulo y convierten su energía natural en cambios de potencial eléctrico en la membrana plasmática de la célula receptora, el único ‘lenguaje’ que utiliza nuestro sistema nervioso. Los receptores olfatorios pertenecen al gran grupo de los quimiorreceptores, que informan al sistema nervioso central acerca de la presencia en el medio de determina- das sustancias químicas. Así, el olfato es un sistema de detección química de sustancias volátiles, presentes en el aire respirado y que, a diferencia de otros quimiorreceptores (por ejemplo, los que controlan la cantidad de glucosa en la sangre), da lugar a una serie de sensaciones conscientes. Los receptores olfatorios son neuronas diferenciadas, localiza- das en la parte superior de la cavidad nasal, en concreto en el denominado epitelio olfatorio, en cuya superficie, típicamente cubierta de mucus, estas células tienen una serie de cilios, que son el lugar en el que se lleva a cabo la interacción entre las moléculas de la sustancia odorífera y la neurona receptora. Estas mismas neuronas tienen un axón, relativamente corto, que asciende y penetra en el interior del cráneo a través de la lámina cribosa del hueso etmoides, y hace sinapsis con neuro- nas secundarias de la vía olfatoria en los denominados bulbos olfatorios, parte ya del encéfalo. El conjunto de axones de estas neuronas forman el denominado nervio olfatorio. En la membrana de los cilios, estas neuronas poseen una gran variedad de receptores de membrana, proteínas que recono- cen de manera específica las diferentes sustancias odoríferas. Tras la unión de la molécula con su receptor, se desencadenan 63